miércoles, 13 de febrero de 2008

Yo ya no tengo inviernos

Yo ya no tengo Inviernos


Los saltillenses siempre fuimos gente dura, empezando por lo avaros, lo testarudos, lo desconfiados, nuestra infame renuencia al cambio y terminando por los vínculos estrechísimos que mantenemos con la familia hasta edades avanzadas e incluso la Muerte. No es entonces curioso que nuestros ancestros inmediatos, los indios chichimecas y guachichiles, mantuviesen a raya a los conquistadores españoles, agobiándolos en el matorral con tácticas de guerra salvajes y una resistencia humana tan reacia, que fueron denominados como los más belicosos por los exploradores mordisqueados que salían vivos, de entre las nopaleras y mesquites.

A finales del siglo XIX, aún merodeaban los “cabezas rojas”, dispersos en pequeños asentamientos y cuevas. No fue hasta que el padre de Venustiano Carranza, por entonces hombre de poder en Coahuila, ordenara la erradicación total de “esas bestias que caminan como hombres” por medio de envenenamiento de fuentes de agua, que por fin los sobrevivientes de las tribus sucumbieron en silencio, en el desierto que protegían y les dio vida.

Con un pasado heroico como tal, debería pensarse que el saltillense promedio es un rebelde en potencia, aguardando la invasión con ansias para poder expresar sus ánimos guerreros con senda furia nacionalista. Pero lo cierto es que a falta de liderazgo entre las masas y una exhaustiva campaña de fobia al indigenismo, el espíritu beligerante desaparece, es el eco de una serpiente cascabel aplastada en la carretera por el Cadillac rojo del progreso.

Si fuimos duros ahora somos blanditos, es la lógica de la intemperie filosófica. Digamos que mientras alguien queda más al descubierto sin ideas propias y originales que le protejan, poco a poco se erosiona bajo los chicotazos de un viento famélico, contaminado y que arrastra olores flatulentos de conformidad.

¡Y bajo este clima de centro turístico playero peor nos lijamos!

Nada más nocivo para la piel que lluvia de Coca Cola, brisas negras de combis desafinadas y unos moderados 30 grados celsius en pleno diciembre. Hasta los gatos y los perros confundidos ya no saben si dejar crecer su pelaje invernal o de plano rasurárselo a la antigua, mordisqueándose y arrastrando la espalda por el suelo. ¡Qué decir de los niños!, quienes como camotes sopeados se hierven bajo chamarras innecesarias sacudidos por el silbato de la escuela, similar al del carrito callejero que penosamente se arrastra vendiendo ancestral postre.

Este calentamiento global es oneroso presente de nuestro queridísimo tío Bush, porque se ha gastado millones de toneladas de combustible fósil moldeándonos a mano una bonita vista panorámica al espacio a través de la capa de ozono. Fue durante su período de monarquía… digo papado, que el protocolo de Kyoto fue rechazado por paranoico y nada viable. A pesar de que el proyecto pedía solamente menos de un décimo de lo que se gasta por año en las cruzadas de Irak, para frenar el daño a la capa de ozono y alentar el derretimiento de los polos.

Aunque vamos, hay que aceptarlo, nosotros como buenos vecinos le hemos dado la mano al presidente… digo emperador, poniendo en práctica la frase de “el que no ayude que no estorbe”, dando la espalda al problema por al menos diez años. Se dirá que hasta hemos musicalizado su artística faena, sonando las bocinas de los autos estacionados en doble fila e improvisando percusiones en los basureros mientras desarmamos refrigeradores, liberando el nocivo gas freón en el aire.

Mientras muchos salen felices a las calles disfrutando un extendido verano, algunos ancianos recuerdan como hace apenas diez años solía nevar casi cada invierno y las temperaturas descendían hasta un punto natural de menos diez grados. En 1996 una nevada súbita me salvó de un día de escuela, por ello aseguro que quienes rememoran la diferencia climática en Saltillo no son seniles. Menos lo soy yo, la ciudad del “clima ideal” por fin ha consagrado su mote.

Vivimos el verano continuo. ¿Y qué hay de malo en ello? Porque ¿no nos han enseñado los springbreakers y Guardianes de la Bahía que el mejor clima siempre es el veraniego?, ¿no han aprendido esos ambientalistas amargados y escandalosos cómo la vida siempre es alegre y despreocupada en los litorales playeros, donde los cocoteros nos alimentan de a grapa y las rubias risueñas y los hombres musculosos brotan del mar, cuales dioses encarnados que nos darán su amor, untándonos un poquito de bloqueador solar, por si las dudas? ¿Quién se va a quejar de que ya no hay invierno? Esa estación aburrida y triste de nada sirve… ¿o sí?

Pensemos en algunos ejemplos: primero los cultivos de manzanas se ven afectados porque su clima de florecimiento es el frío invernal, segundo a más calor más agua gastada, a menos que deseemos beber agua con metales pesados deberíamos racionarla muy bien, al punto de no bañarnos. Tercero la sequía extendida no es un castigo divino, por más que recemos no se va a ir, cuarto, algunas especies de plagas desaparecen en invierno, insectos como hormigas, moscas y cucarachas, que tanto nos molestan estarán felices de hospedarse unos meses extra para disfrutar nuestra compañía e instalaciones de lujo. Las ratas se reproducen más en climas templados y considerando la crueldad que reciben los gatos en esta ciudad, no es muy factible que estén dispuestos a ponerles un alto, así que ¡bienvenidas rabia y septicemias! Quinto si no nos alcanzan los tsunamis, unos cuarenta y cinco grados a la sombra nos harán desearlos aquí. Las plagas de cultivo, prolíferas en climas templados decrecerán las cosechas de granos y vegetales, reduciendo desde la comida hasta el ingreso de los campesinos.

Y entre esas pequeñas comezones también están las posibilidades de epidemias de tifoidea por falta de agua corriente, la invasión masiva de mosquitos portadores de dengue, contaminación creciente, sed generalizada e incendios forestales imparables… habrá que cuidar el Gran Bosque Urbano. ¿Nada útil el inverno eh? En el mar la vida es más sabrosa, si no pregúntenle a los osos polares que no dejan de nadar hasta que mueren, pero porque ya no les queda hielo donde pararse ni cazar.

Los saltillenses ya tenemos playa en casa, y eso en cierto sentido es bueno, lo malo del asunto es que Coahuila es el estado más alejado del océano en México y nuestra playa es nada más un clima de pollería y arena desértica. Será por eso que nuestra “dureza” se transformó en insensible aguante, estamos esperando que las empresas, la contaminación y la Negligencia nos traigan el mar que falta y si se puede unos cartones de cervezas frías. A lo lejos, Cuatrociénegas es saqueada, destruido queda un ecosistema único que enorgullecía no nada más a Coahuila sino al planeta entero y si hubo cierta preocupación por parte de la prensa local (muy poca), parece que ningún periódico ni televisora nota el sonriente sol invernal chamuscando las calles, cabezas y lomos nativos 365 días seguidos. Claro, somos gente tan dura que no nos agobia el perder una parte vital del año, ni el daño que su ausencia ya está causando a la fauna, el ecosistema y la población. Recordemos la migración modificada de algunas especies de pericos que pasaron de ser salvajes a urbanos y la falta de agua en colonias del cinturón de marginación.

Nos decimos defensores de la tradición, de los valores favorables que los siglos han forjado, las construcciones vetustas del Centro Histórico, esos venerables testigos de nuestra gloria pasada... dudosa. Aún sentimos orgullo por Carranza, Madero, Vito Alessio Robles, pocas cosas se implantan en Saltillo con el beneplácito popular, en verdad, hasta los vicios viejos permanecen inmutables, protegidos por la idiosincrasia sólida de la desconfianza. Entonces bastante peculiar es el hecho de cómo este desequilibrio ambiental súbito nos pasara por encima tan fácilmente. A “salto de gringo” dirán de seguro muchos, nada podemos hacer porque el calentamiento global es en efecto global.

Resolverlo está más allá de nuestras capacidades de pueblerinos sumisos, tachados de ignorantes y cerrados, no sin cierta razón. ¡Hasta los mercadólgos sienten el mercado de Saltillo como difícil!, y a esos pocas cosas se les hacen difíciles, al punto de que nos han vendido la idea de que los refrescos de cola son fabricados por animados monstruillos que sufren de sequía hasta que la botella salvadora los rellena con diabetes potencial y azúcares corrosivos. Unos poco más optimistas proponen que la pasta dental y una pastilla de chicle poseen la capacidad de tornar un día árido en un paisaje alpino.

“¡Pues a mascar chicle se ha dicho, con eso arreglamos los glaciares de Groenlandia y el Polo Norte! ¿No?”

No. La recuperación ambiental se vislumbra muy difícil, la solución del calentamiento global no será rápida ni bonita. Imposible no es, pero sí tardada, los saltillenses tenemos por defecto la testarudez, podemos convertirla en útil paciencia. Esta cualidad acompañada de pequeños actos ayudarán a consumir menos recursos, emitir la mitad de lo habitual en gases nocivos a la atmósfera y sí ¡hasta ahorrarse unos pesos! Si nos tachan de avaros, podemos ser ahorradores en potencia: desconectar los aparatos no usados y utilizar focos ahorra-luz consumen la mitad de voltaje, ahorro, compartir el auto es optimizar el uso de la gasolina lo que reduce su consumo, ahorro, secar la ropa al sol no consume electricidad ¡Ahorro! Reducir el CO2 es salvar capital, a la ciudad y al planeta completo.

Yo ya no tengo invierno, tal vez no vuelva a tenerlo mientras viva en Saltillo, el frío de aquellas noches nebulosas y el placer de beber un café caliente mirando la nieve o el día nublado se han ido, en su lugar ahora sopla el viento fogoso, ardiente. Es el eco de nuestros ancestros guachichiles enfurecidos por nuestro consentimiento pasivo a la destrucción, es la voz potente de nuestra cruel separación de la Tierra. Es el aviso piadoso de que estamos equivocados y que algo mucho peor se avecina, algo que podrá doblegar hasta nuestra dureza hereditaria.

.C.

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