martes, 15 de abril de 2008

Yo no creo en lo cosmopolita




Con el postmodernismo en rastra y el neo-liberalismo achacándonos la vida con políticas económicas caníbales, no es curioso que numerosos individuos se declaren ajenos de las instituciones morales y gubernamentales, ostentando el término “cosmopolita” la credencial que los identifica como ciudadanos del mundo, del universo y libres de las ataduras culturales deterministas que los reducen a cumplir con las normas de sus lugares endémicos. Bien open mind y frescos love and peace.

Llega a tal punto esta pantomima de emancipación que hasta revistas del corazón, disfrazadas como culturales, se denominan cosmopolitas y humanistas, a pesar de que intentan por todos los medios vender los productos de sus patrocinadores, establecer estereotipos femeninos y someter la existencia de sus lectoras en base a sus consejos para asemejarse a Lady D. y otros bichos que volvieron el individualismo farandulero una manía de status. Todo en contra de la auto-soberanía.

La cíclica contradicción del término cosmopolita puede rastrearse hasta su deformación política y bélica en Roma. El estoicismo fundado por Zenón, proclamaba la razón de ser humana como una fase diminuta en el proyecto universal, el racionalismo como único medio de alcanzar la felicidad y el cosmopolitismo, la doctrina del sabio auto-considerado ciudadano del mundo, defensor de la igualdad y diversidad humana. Como era de esperarse, emperadores militaristas cortos de vista, seguidos de sacerdotes cristianos, sabios inventores del alabado método anticonceptivo: el cinturón de castidad, tomaron la doctrina tan conveniente de manera literal. Y al no poder aceptar las diferencias culturales de humanos distintos a ellos, impusieron apócrifa igualdad, religiosa y política, a fuerza de sangre y disparatadas amenazas, sobre todas las culturas que encontraron a su paso… no se diga lo que hicieron con las formas de vida no humana.

Ya sabemos, querido lector, lo sucedido después de este lamentable error filosófico. Monarquías, conquistas sangrientas, misas todos los domingos y el predominio de la ignorancia cobarde que declaró pecado al raciocinio. Aglutinaron al mundo a capricho, homogeneizándolo y solo así pudieron sentirse cosmopolitas. Por algo se dice que los romanos nunca quitaron la mano del cetro del poder, solo que desde hace mucho este se modeló como un báculo áureo y ostentoso.

Entre emperadores y papas existe poca diferencia, lo mismo sucede entre muchos autoproclamados cosmos y auto-denunciados hipócritas. Gente “bien” que pretende respetar y comprender manifestaciones internacionales de cultura. Creen lograrlo apropiando extranjerismos a su lenguaje, acumulando música en diversos idiomas que ni siquiera entiende (o intenta entender) en su ordenador personal y fingiendo su falta de criterio con sendas alabanzas repetidas mecánicamente al cine naturalista de Almodóvar.

Suele suceder en México que los cosmos, alegan despreciar el racismo, pues admiran grandemente a personas negras y orientales, no obstante utilizan con menosprecio el término indio refiriéndose a sus conacionales morenos, generalmente de clases económicas bajas. ¡Y qué decir de la palabra “bestia”!, a la que tanto recurren para condenar conductas incivilizadas, bárbaras y a transgresores de la ley moral de nuestra santísima Televisa, calumniando el temperamento prudente y las acciones no ofensivas de los animales. Sucede algo semejante con el término vegetal, que se asocia a la inactividad, pereza o inutilidad, ignorando el rol fundamental que los holgazanes árboles tienen purificando nuestro aire y el devenir de las poco competitivas papas que salvaron (y aún salvan) a millones de morir ante las hambrunas.

Al preguntar directamente a una persona, generalmente estudiante universitario, dudoso intelectual, personalidad política y de farándula o mujer acolita de modas, si se considera cosmopolita, la respuesta será que sí… si acaso tiene conocimiento del término, o lo entendió tras habérselo explicado con lentitud y paciencia. Si seguidamente se cuestiona su posición ante el maltrato animal y su concepción de los derechos biológicos de toda fauna y flora, es casi seguro, que se manifestará comprometido con el respeto a la vida, hasta vegetariano. Habrá que observar de qué material están hechos sus zapatos y abrigos, y preguntar disimuladamente si gusta de la cacería, además de cortes finos de carne.

A estos cosmos, Kant los llamaría “corteses”, individuos apabullados por la complacencia social que aceptan convicciones desconocidas pero agradables para otros, con tal de tapar su verdadera personalidad, muchas veces no tan bonita al público. Dispuestos a decir “sí, no, malo, bueno” a como vean las tendencias, a como vayan las apuestas. Yo no puedo ser tan delicado como el filósofo alemán al pensar en aquellos individuos glocales, cuyo afán es fotocopiar las conductas extrañas de sus compañeros humanos, pretendiendo ser cabales y juiciosos. Tampoco ante el cosmopolitismo como lo he visto demostrado hasta hoy.

Acaso si lo cosmopolita redunda en un beneficio para la convivencia y afabilidad entre todos los habitantes humanos del mundo, es esa su primordial errata.

¿Cuándo en la mascarada universalista de los medios y los círculos sociales exquisititos, se ha considerado como habitante del mundo al animal o al árbol?, ¿no son las ratas cosmos también, puesto que cohabitan con los humanos en casi toda ciudad del mundo?, ¿por qué no se laurea como distinguidos filántropos a los perros por sus méritos de lealtad y su incapacidad para discriminar, a no ser que sea para protegerse?, si tan cosmopolitas son diseñadores, top-models, actores y demás coprocéfalos admirados por las masas ¿por qué se siguen masacrando animales por razones de su piel, para confeccionar una prenda fatua, un trofeo sangriento para la burlesca alta estética?

Cómo, en el nombre de Nietzsche, se viene utilizando un término tan antropocrático con la pomposidad de una cualidad ética extraordinaria, es fácil determinarlo. Desde que pensar dejó de considerarse una actividad sana para el cerebro y se procedió a suplantarla con acciones más benéficas, como el rezar (no se confunda con meditar) y mirar televisión, o una combinación de ambas lo que casi seguramente concluye en un infarto cerebral devastador, se considera como habitante del mundo a toda criatura… que consuma, insulte, agreda y carezca de principios de identidad. De este modo, dado que la flora y la fauna del planeta no consumen o tiene religión, porque naturalmente estas actividades son innecesarias, se les ha relegado bajo el término de “recurso natural”, explotable, explotado, sobajado. Los gatos, flores, escarabajos y peces no son de ninguna manera habitantes, según la creencia popular.

Otro penoso desliz, esta vez político, muy asiduo al cosmopolitismo y heredado de las doctrinas antropocéntricas, se presenta al amalgamarse el término ciudadano con habitante. Los falsos cosmos, y los que son falsos sin necesidad de catalogaciones esplendorosas, perciben estos conceptos como iguales. No obstante el acto de habitar comprende situarse en cualquier lugar, mientras que el ser ciudadano implica pertenecer a un estado o comunidad, la humana, hecho que inhabilita, sin lujo de lógica, a otros seres vivos de formar parte del patrimonio defendido por el cosmopolitismo.

Lo cosmopolita por demás de utópico y tergiversado me parece inexistente, a menos que se proceda a rehabilitar el principio filosófico, considerando habitantes por igual a todas las formas de vida del planeta. Después de todo, la mayoría de las especies con las que negociamos injustamente la Tierra, habitan, son “ciudadanos terrestres” desde millones de años antes que la humanidad. Si se necesitan más justificaciones que las evidentes y éticas sobre el respeto a la vida, digamos que legalmente tiene derechos por antigüedad.

El cosmopolitismo desidioso de considerar entre su hermandad global a todo lo viviente funciona bajo los principios discriminatorios de los regimenes manipuladores que supuestamente sus seguidores niegan. Atendiendo a la razón etimológica la única manera de conseguir lo cosmopolita ( y el caché que provee) es reivindicar su nombre, cosmos de creación y polis ciudad, la ciudad planetaria que no se compone de muros y calles, mas que se protege con montañas y vibra entre ríos. De esta ciudad somos habitantes se quiera o no, y si en verdad, siguiendo un anhelo retórico se desea ser cosmopolita, habrá de cuidar el bienestar de todos los demás ciudadanos, anden en dos o mil patas, aletas, alas o raíces.

Por mi parte yo no creo, ni creeré en lo cosmopolita hasta que un gato callejero sea tratado con la misma reverencia y dignidad que un erudito extranjero.

.C.

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